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Comer sano no es más caro
Comer sano no es más caro (pero hay más factores que tener en cuenta)
El debate sobre si la comida saludable es más cara que la insana o surge periódicamente en las redes sociales. Comparamos dos compras y consultamos a los expertos para saber quién tiene razón.
¿Es más caro comer sano? ¿O compramos comida poco saludable por motivos que no son económicos? Desde hace meses, el debate surge periódicamente en las redes -especialmente en Twitter-, y desde El Comidista hemos decidido comprobar lo más empíricamente posible quién tiene la razón. Comparamos dos compras semanales en el mismo supermercado, una sana y otra insana, y los números nos dijeron que en la inmensa mayoría de los casos, la primera es casi siempre más económica. Por el camino también descubrimos, con la ayuda de diferentes divulgadores del campo de la nutrición, la química y la psicología, que el precio de los alimentos no es, ni de lejos, el factor más importante en la alimentación de una persona.
El experimento
Para comprobar si la comida saludable es más cara diseñamos diferentes menús para cuatro personas: dos adultos y dos niños. En total planeamos cinco desayunos y meriendas sanos y otros tantos insanos, cinco comidas o cenas sanas -y su némesis- y cinco picoteos que harían llorar a un nutricionista y otros tantos que contarían con su aprobación. Hicimos el escandallo (tabla utilizada en hostelería para determinar el coste de los platos) de las cantidades y las aplicamos a la compra online en uno del supermercado líder en España: Mercadona (cuya web nos generó algún que otro ataque de ansiedad por lo poco práctico del sistema de búsqueda y navegación).
Intentamos que el equilibrio entre desayunos y snacks dulces y salados estuviera a la par, y no renunciamos a la carne y pescado sin procesar o procesados saludablemente en las comidas y cenas para no hacer ningún tipo de trampa con los números finales. Como bebidas sanas en las comidas como optamos por el agua -el agua con gas cuesta solo un céntimo más, así que la diferencia no es significativa-, además de las infusiones y el café o café con leche en el desayuno. Los snacks y comidas poco sanos tienen el refresco o bebida -azucarada o light, por aquello de la política de compensación- que suele acompañarles.
En los números globales de la dieta insana no se cuentan los refrescos entre horas que se suelen consumir por inercia cuando sigues este tipo de alimentación. En todas las ocasiones he escogido los productos Hacendado u otras de sus marcas blancas para que no hubiera un sesgo “marquista”. El resultado falla la inmensa mayoría de veces a favor de comida sana, a no ser que decidas alimentarte solo de pasta con salchichas de frankfurt y tomate todos y cada uno de los días de tu vida, algo ni recomendable ni demasiado habitual.
Los desayunos y meriendas sanos de nuestra familia imaginaria salen de media por 2,55 euros; los insanos, por 3,91. Las comidas y cenas sanas cuestan 9,43 euros, y las insanas, 11,66. En los snacks y meriendas, el precio de lo sano es de 2,73 euros, y el de lo insano, de 3,77. Los planes completos con sus costes están al final de este artículo.
Entonces, ¿por qué creemos que comer sano es más caro?
A Guido Corradi, psicólogo, doctorando y profesor en la Universidad Camilo José Cela la palabra “caro” respecto a la alimentación le genera conflicto, ya que cree que tiene un componente psicológico de «producto de más precio del que quiero pagar» o «producto que no cumple con las expectativas que tengo por el precio que tiene». Corradi intuye que “muchas veces pagamos más de lo que valdría un producto equivalente porque le asignamos a ese producto cualidades que la sociedad y el marketing nos inducen”.
Nuestro nutricionista de cabecera, Juan Revenga, asegura que a pesar de los resultados de nuestro experimento hay varios estudios que ponen de manifiesto que las dietas de perfil más saludable son, en general y de media, más caras que las menos saludables. “Uno de los últimos estudios publicados lo deja meridianamente claro. Otra cosa es llegar a comprender porqué es así: de hecho este estudio sostiene y argumenta que las causas de esta disparidad siguen siendo una cuestión abierta al debate”. Revenga apunta a que tal vez se entiende mejor si lo expresamos al revés: “Si la cuestión económica es un factor limitante, las opciones menos saludables son más accesibles que las saludables”.
Aquí hay procesados sanos y ultraprocesados que no lo son.
Deborah García Bello, química, divulgadora científica y escritora al frente de la página Dimetilsulfuro -además de autora del hilo de Twitter que inspiró este artículo– también cree que con el mismo presupuesto puedes hacer una compra saludable o insalubre, algo que nuestro experimento ha demostrado con creces (y gastando menos, también). Entonces, ¿por qué seguimos pensando que comer bien es más caro? Corrado apunta al márketing del mundo alimenticio, que aprovecha ciertos mecanismos cognitivos para explotar nuestra necesidad de sentir que nos estamos cuidando y comiendo sano. “Porque nos dicen que hay que estar sano -y por suerte- el concepto de salud ya no es ‘no estar enfermo, no morirse’, si no que ha ido hacia ‘estar bien, estar lo mejor posible’”.
La responsabilidad del márketing alimentario
Desde la industria nos dicen que para estar bien tenemos que ponernos en marcha y consumir productos que nos parecen saludables. “El proceso por el que algo con ciertas etiquetas como eco u orgánico nos parece saludable es conocido como efecto halo, en el que un rasgo principal positivo nos afecta a la percepción de rasgos secundarios. En este caso al relacionar orgánico como algo positivo, transferimos esa cualidad –que tomamos por positiva– a otros ámbitos como su contenido en fibra, cantidad de grasa u otras”, apunta nuestro experto en psicología.
Deborah también señala a la prensa como responsable de esta creencia, y advierte de que se puede llevar una dieta completamente saludable sin quinua, chía o espelta. Pero la publicación constante de reportajes sobre esta clase de alimentos exóticos, denominados “superalimentos” o “alimentos detox” genera la falsa sensación de que son necesarios e insustituibles, en lugar de fuentes de macronutrientes como muchas otras. O la moda de los alimentos sin gluten o lactosa, más caros y que suelen ir acompañados de un mensaje saludable pero solo son funcionales para quienes sufren intolerancias.
A esto tenemos que sumar la imagen que damos en las redes sociales. “El aguacate es la estrella de Instagram. Antes le hacemos una foto a un canapé con aguacate y hummus que a un plato de lentejas o a una tortilla francesa que no queda tan bonita y no genera tantos likes” nos invita a reflexionar García Bello. Corradi valora que posiblemente “al consumir ese tipo de productos nos sentimos más cerca del yo ideal que nos propone la publicidad y que no corresponde con nuestro yo actual que tiene que actualizarse… usando este tipo de productos”. Así que menos chía y aguacate y más garbanzos, guisantes, caballa y tomate.
Todos somos nosotros y nuestras circunstancias
Corradi nos muestra estudios recientes que ponen de relieve que tradicionalmente las mujeres y gente con menos recursos sufren más niveles de ansiedad y están sometidas a más cargas familiares y personales. Estos estudios “muestran que tanto el estatus socioeconómico como el género marcan diferencias en su emotional eating: una forma de respuesta al estrés que consiste en regular tus emociones negativas a través de la comida, pues están sometidos a más fuentes de insatisfacción -por ejemplo insatisfacción corporal en mujeres- y de estrés cotidiano fruto de la privación material”.
Los zumos no son sanos (y son más caros que el agua).
Al mismo tiempo, las clases sociales más desfavorecidas también sufren más problemas de malnutrición: el índice de obesidad es inversamente proporcional al nivel de recursos. García Bello invita a plantearse el hecho de comer bien más allá de una cuestión de caro o barato, sino como algo que se ve a afectado por un montón de variables que rodean al hecho de tener poco poder adquisitivo. “Esto suele presentar mayores niveles de estrés, ansiedad, decaimiento, frustración por privación, etc. En los estudios científicos denominamos ‘factores de confusión’ a todo esto”.
Obviamente todo esto afecta a la alimentación, desde qué comprar, cómo organizarse, cómo priorizar. “Es un tema muy muy complejo, por eso no podemos decir que solo se reduce al dinero. Si solo se redujese a una cuestión de dinero, la malnutrición no afectaría más a estas personas, puesto que hay oferta de alimentos saludables a precios muy competitivos y, en muchos casos, más baratos que los alimentos insalubres”, remata García Bello. Por esta razón se dice que la malnutrición que sufren en mayor medida las clases desfavorecidas se debe a factores socioculturales. Es decir: no es por el precio de los alimentos, sino por todo lo que rodea a esa situación desfavorable.
Juan Revenga apunta a que una formación deficiente en el terreno alimentario, además, se suele traducir en una menor conciencia por las determinantes de la salud, con independencia de los recursos económicos. “Por ejemplo, a día de hoy el tabaquismo y el alcoholismo son más habituales en clases sociales más deprimidas, y creo que a nadie escapa que el tabaco y las bebidas alcohólicas cuestan dinero y que, en buena lógica, sería un recurso que se podría destinar a hacer mejores elecciones dietéticas”. Pero la realidad muchas veces escapa a la lógica, sobre todo cuando la formación no es la óptima.
El económico no es el único factor importante
Acusar a la gente por su mala alimentación no es, ni de lejos, el camino correcto. Corradi nos invita a plantearnos antes cómo es la vida de otras personas con sus circunstancias, sus condicionantes o su estado físico en el momento de decidir (por ejemplo, hacer la compra o planificar con hambre o mucha ansiedad). “Abstraernos y pensar que el proceso de adquirir productos es simplemente ir a una tienda y, tras precisas valoraciones, ir metiendo cosas en la cesta es demasiado simple. Cuando estamos comprando y planificando, llevamos la vida a cuestas. Eso quiere decir que tenemos en la cabeza muchas otras cosas que pueden afectar a nuestras decisiones y planificación”.
Diversos estudios indican que, por ejemplo, la forma de tomar decisiones económicas -y la compra lo es- varía según la privación material que haya podido sufrir una persona en su infancia. “Además de la historia personal, existen factores disposicionales, por ejemplo, un estudio en USA de un grupo de expertos en nudge -un tipo de intervención que busca empujar a la gente a tomar mejores decisiones con pocos cambios que sean fáciles de llevar a cabo- encontró que para aumentar el consumo de fruta y disminuir el consumo de snacks en universitarios, con poner las cosas más a la vista y accesibles en el bar de la cafetería, ya se conseguían resultados”, apunta nuestro psicólogo. Es decir, que la gente desea consumir esos productos más sanos, pero no podemos estar pendientes todo el día a cada momento de cómo podemos conseguir ese objetivo y si nuestro entorno nos lo pone fácil, aumentará la probabilidad de llevar a cabo ese tipo de conductas. Al final el entorno es importante y como esté diseñado nos afecta.
Juan Revenga también cree que -en algunos casos donde los factores anteriormente mencionados no entran en juego- la cuestión de la dedicación a cuestiones culinarias es un tema de formación y de escala de prioridades. “Algunas de las personas que aducen no tener tiempo para comprar-cocinar-recoger-limpiar luego dediquen dos o más horas al día delante de una pantalla en actividades ociosas o pasivas. El colmo de la contradicción es que pasen ese tiempo viendo programas o series como MasterChef, o a Chicote. La pregunta que deberíamos hacernos es si verdaderamente nos gusta la cocina o, más bien, nos gustaría que nos gustase”.
Cocinar es básico para comer bien.
En este caso, sería importante una formación para adquirir habilidades, conocimiento de recursos y demás para poder cocinar de forma más eficiente. “Las diferencias en el tiempo invertido entre saber y no son abismales”, asegura Revenga. “Los resultados son muy gratificantes, y aquí la experiencia son dos grados en vez de uno; con el añadido que esa dedicación, conocimientos y ‘saber hacer’ se trasladará a los hijos que convivan en ese entorno”.
Si solo es una cuestión de tiempo, sí se puede hacer algo rápido y saludable. García Bello apunta que cuesta casi el mismo tiempo freír que hornear, por ejemplo. “Y el tiempo de limpieza que te ahorras también cuenta. Pero también suele ser más caro hornear que freír. En cambio, es más barato y lleva el mismo tiempo hacer un filete de pollo a la plancha que freírlo. A la plancha es más saludable. Cocer legumbres y verduras también lleva su tiempo y, por tanto, hay que tener en cuenta el gasto energético”. La industria nos ofrece alternativas como las verduras congeladas o las legumbres en conserva de bajo precio y que nos ahorran tiempo de cocinado.
Las personas con una vida laboral frenética, con muchos viajes y jornadas interminables, como la misma Deborah, también lo tienen más difícil para organizar su alimentación. “Comer fuera de casa de forma saludable requiere conocimiento, convencimiento y ganas; y en situaciones de estrés, las ganas fallan. Por todo esto no podemos decir que es solo cuestión de tiempo, o solo cuestión de dinero. Tener tiempo y tener dinero facilita las cosas, obviamente. Llevar una vida relajada facilita las cosas siempre; llevar una vida ahogada, las complica”.
La importancia de transmitir en positivo
Guido Corradi observa que muchas veces se usa la excusa de la salud para poder dar rienda suelta a nuestras actitudes de discriminación contra gente «gorda». “Queremos poder llevar a cabo esa conducta gordófoba, sin que por ello nos sintamos una mala persona (no nos gusta sentirnos mala persona)”. La excusa de la salud permite soltar el comentario dañino con esta coartada. Sin embargo, hay estudios que dejan claro que la discriminación por peso tiene efectos en el número de años que vives -una vez que se controla por otras variables de salud- y que tiene impacto negativo en la calidad de vida de la gente que las sufre. “Comer es una conducta muy visible y fácil de señalar con el dedito. Si la preocupación fuera genuinamente la salud, se harían comentarios del mismo tipo contra el uso del coche, el fumar, beber alcohol, el sedentarismo… ¿no? Además, el fatshaming ni siquiera es efectivo, si no más bien contraproducente”.
Deborah García Bello asegura que la divulgación ha de ser empática siempre. “Deberíamos ser empáticos, educados, amables, siempre; no solo al divulgar, sino en todas las facetas de nuestra vida. Hace unos días, Uxune Martínez, la responsable de difusión científica en la Unidad de Cultura Científica e Innovación de la Fundación Euskampus, me dijo aquello de ‘si puedes elegir entre tener la razón y ser amable, escoge ser amable’. Creo que en esta frase se resume todo”.
Si no conectas con la gente, la tarea se te complica: la divulgación es comunicación, y si pierdes las formas o no eres capaz de conectar, la comunicación se va a la porra. Un tema especialmente sensible cuando encontramos gente tan dispar como en las redes sociales, donde es prácticamente imposible empatizar con todo el mundo. Corradi cree que hay muchos actores que tienen un papel en este fenómeno -desde autoridades sanitarias a personajes públicos, pasando por comercios o educadores- y siempre se tiene que hacer desde la visión más social, de salud pública que puramente individual. “Muchas veces, la gente que hace daño con sus comentarios, propuestas, etc, no lo hace por mala fe, simplemente por desconocimiento”.
Las opciones sanas
Si todo esto te ha parecido muy bien, pero lo que quieres son consejos concreto para comer sano y barato, aquí van unos cuantos. Juan Revenga empieza por los huevos, liberados hace tiempo de su mala prensa, “una magnífica opción para usarlos prácticamente a diario. Lo mismo sucede con las legumbres, a las que se les ha colgado el sanbenito de ser alimento ‘de pobres’, cuando deberían llevar el de saludables”. Seguimos con los vegetales frescos -frutas, verduras y hortalizas- de temporada. “De esta forma, nuestras elecciones además de resultar probablemente más económicas serán también más sabrosas y respetuosas con el medio ambiente”, apunta nuestro nutricionista de cabecera.
Deborah García Bello nos recuerda que tenemos a mano una oferta de verduras y legumbres procesadas que tienen prácticamente el mismo precio que las frescas, y que nos ahorran tiempo de preparación. “Me refiero a congelados y precocidos como espinacas, coles de Bruselas, brócoli, zanahoria, guisantes… y en conserva, como garbanzos, habas o lentejas”. Los lácteos como leche y yogur natural también son saludables y económicos.
Todo el pescado es sano, así que cualquiera será una buena opción (y lo hay a muy buen precio). “Si optamos por el congelado, que no sea rebozado o hecho a base de pasta, sino pescado tal cual, solo congelado. Deberíamos huir de ultraprocesados con pescado como el surimi o los palitos de cangrejo, y optar por procesados saludables como las conservas de sardina”, afirma la doctora en química. La pasta integral es más saludable que la refinada, y hay marcas que la venden a precios muy competitivos. “Algo similar ocurre con el pan; el que tiene más harina integral suele ser más caro que el que solo tiene harina refinada, pero a pesar de eso sigue siendo un alimento bastante económico”.
Respecto a las carnes rojas, mejor consumirlas ocasionalmente, en cortes magros -no porque la grasa en general sea mala, sino porque la de las carnes rojas no aporta nada- y al horno o la plancha. El pollo puede tomarse más a menudo, y es una de las carnes más baratas y saludables. García Bello nos anima a usarlo “incluso para un bocadillo, y evitar los fiambres en general, que suelen tener tanto de almidón como de carne y altos niveles de sal. También sería bueno desterrar los clásicos cereales de desayuno azucarados, las galletas o los cacaos solubles con azúcar, que no siempre son precisamente baratos. En su lugar podemos optar por avena o cereales tipo muesli sin azúcar. En la actualidad los hay a muy buen precio. Podemos beber leche en lugar de cacao soluble con azúcar, optar por el clásico pan con tomate, tortilla francesa o huevos revueltos. o fruta troceada con yogur natural”. Las opciones sanas y baratas existen y, después de todo lo que he aprendido escribiendo esto, solo espero que tus circunstancias te permitan acceder a ellas. Mònica Escudero El Comidista. 12/11/2018 –
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