.Alimentación y Nutrición, .Obesidad y sobrepeso
¿Cómo regula nuestro organismo el hambre y la saciedad?
Insulina y leptina, el tira y afloja de lo que comemos
Publicado en The Conversation el 7 julio 2022
Autoría: Elvira de Frutos González, Profesora de Fisiología humana y doctoranda. Departamento de Ciencias Básicas de la Salud, Facultad de Ciencias de la Salud, Universidad Rey Juan Carlos
Marina Martín Taboada, Investigadora predoctoral en Bioquímica. Departamento de Ciencias Básicas de la Salud, Facultad de Ciencias de la Salud, Universidad Rey Juan Carlos
Comer o no comer, esa es la cuestión. La insulina y la leptina son las hormonas encargadas de regular cuánta comida necesitamos ingerir. Tan crucial es su papel que la resistencia a estas hormonas puede llegar a generarnos un problema de obesidad, diabetes o incluso alzhéimer.
Al escuchar la palabra insulina, prácticamente todos pensamos en esas personas mayores que no pueden comer un trozo de una tarta deliciosa en la típica merienda familiar y que, por desgracia, tienen que pincharse cada dos por tres porque tienen el azúcar alto. Pero ¿qué es la insulina? Y aún más importante, ¿por qué la necesitan tantas personas?
Los semáforos de la ingesta
El azúcar procedente de la dieta (la glucosa) es la fuente principal de energía del ser humano. Esta glucosa es la encargada de mover nuestros músculos, hacer funcionar nuestros órganos y, sobre todo, alimentar a nuestro cerebro.
Siendo tan importante, ¿cómo nos aseguramos de que a nuestros órganos y a nuestro cerebro les llega esa energía? La respuesta es sencilla: gracias a la insulina. Se trata de una hormona pancreática que abre un portal en las células que componen nuestros órganos. Así permite que la glucosa de la sangre pase a su interior y se utilice para obtener energía.
¿Qué es lo que ocurre cuando comemos? El azúcar –o glucosa– de la comida que ingerimos pasa a la sangre y, cuando los niveles son altos, se genera una alerta en nuestro cuerpo que rápidamente indica al páncreas que produzca insulina. La insulina viaja por la sangre, llega a las células y abre una puerta en ellas para que entre la glucosa. Como consecuencia, los niveles de glucosa en sangre bajan, la glucosa se transforma en energía dentro de las células y nosotros, tras un rato, nos sentimos activos.
Otra hormona que también se produce cuando comemos es la leptina. Esta sustancia se considera una adipoquina porque, como indica su nombre, se produce en el tejido adiposo, lugar donde acumulamos grasa. Sí, esos michelines que tanto odian algunas personas tienen nombre y apellido: tejido adiposo.
Cuando comemos, el tejido adiposo produce leptina, que viaja hasta nuestro cerebro y le dice: “Venga, deja de comer, que ya has tenido suficiente”. Es decir, es una hormona saciante que regula las reservas de grasa.
La insulina y la leptina, como se puede intuir, no son independientes. De hecho, cuando comemos, la insulina que se secreta favorece que se produzca leptina. La leptina hace que tengamos menos apetito (porque estamos llenando nuestras reservas de grasas) e impide que se secrete más insulina. Forman un buen equipo.
Las consecuencias de los excesos
Estos sistemas de control de la ingesta y de los niveles de glucosa pueden alterarse en diversas situaciones: con el envejecimiento, el tabaquismo, el sedentarismo, problemas genéticos, cuando nos excedemos con la comida (y no sólo cuando vamos a comer a casa de la abuela), etc.
En todos esos casos, nuestro cuerpo se agota y se desensibiliza ante los efectos de estas hormonas. Pasa como cuando nos echamos una colonia fuerte: al principio huele muchísimo, pero pasados 10 minutos ya nos parece que no huele a nada.
Si no mantenemos un ritmo de vida saludable, el páncreas puede dejar de producir insulina correctamente. También puede ocurrir que nuestras células dejen de ser sensibles a la insulina, aunque los niveles de la hormona sean normales o incluso elevados. Se dice entonces que somos resistentes a la insulina.
Por ello, las personas con resistencia a la insulina, y también las personas que no la producen adecuadamente, tienen niveles de glucosa en sangre muy elevados y mayor riesgo de padecer diabetes. De hecho, ciertas personas con diabetes necesitan pincharse insulina para mantener estables los niveles de azúcar en sangre.
La resistencia a la leptina también existe. Por ejemplo, ocurre en condiciones de obesidad. Las personas con obesidad tienen niveles elevados de leptina en sangre. Curioso, ¿verdad? Lo que ocurre es que excederse con la comida a largo plazo produce daños en el cerebro que impiden que la leptina dé la señal de STOP. Esto impide que nos sintamos saciados y dejemos de comer, lo que se convierte en un círculo vicioso. De hecho, modelos animales modificados genéticamente para que no produzcan leptina o su receptor desarrollan obesidad severa.
La resistencia a la insulina y a la leptina son problemas de salud cada vez más graves debido al estilo de vida que se lleva promoviendo en nuestra sociedad durante décadas. Muchas veces son pasos previos al desarrollo de enfermedades crónicas como la obesidad o la diabetes. También pueden acompañar al envejecimiento no saludable.
Mens sana in corpore sano
Se ha descrito que la resistencia a la insulina y a la leptina está relacionada con la enfermedad de Alzheimer. ¿Qué tendrán que ver?
Como decíamos antes, la glucosa es el alimento favorito del cerebro. En modelos animales de alzhéimer se han detectado fallos en la señalización de insulina en el cerebro, en concreto en la zona del hipocampo. Esta región, encargada de la memoria, es la primera que comienza a deteriorarse en los inicios de la enfermedad.
Como decíamos, insulina y leptina van de la mano y, tal y como esperábamos, la señalización de la leptina también falla. Se ha descrito que en pacientes con alzhéimer se produce resistencia a la leptina. Por suerte, esto ha permitido definir tanto a la insulina como a la leptina como componentes cruciales para el correcto funcionamiento del cerebro.
Vale, nos ha quedado claro, la insulina y la leptina se encargan de regular lo que comemos para que tengamos energía y nuestro cuerpo y cerebro funcionen bien. Pero además, la relación directa con la enfermedad de Alzheimer las convierte en posibles dianas terapéuticas, en blancos hacia los que dirigir terapias que puedan ayudar a tratar o ralentizar este tipo de enfermedades neurodegenerativas. Y conseguir de esta manera, como decían nuestros antepasados romanos, una mens sana in corpore sano.
¿Qué mecanismos regulan el apetito, el hambre y la saciedad?
Publicado en The Conversation el 22 marzo 2021
Autoría:
- Maria Izquierdo-Pulido, Catedrática del Departamento de Nutrición, Ciencias de la Alimentación y Gastronomía, Universitat de Barcelona
- Maria Fernanda Zeron Rugerio
Investigadora del Departamento de Nutrición, Ciencias de la Alimentación y Gastronomía, Universitat de Barcelona
El control de qué comemos y cuándo lo hacemos es el resultado de una compleja interacción de numerosos factores.
El primer tipo de control que interfiere en esta decisión es homeostático. Esto quiere decir que sentimos hambre cuando llevamos mucho tiempo sin comer y viceversa. La estructura que lleva a cabo este control homeostático del apetito se encuentra en el hipotálamo. Aunque pequeña, se trata de una región del centro del cerebro que desempeña un importante papel en nuestro organismo.
¿Cómo “surge” el hambre?
Explicaremos con un ejemplo cómo y por qué surge el hambre. Pongámonos en situación: son las dos del mediodía y llevamos más de 5 horas sin llevarnos nada a la boca. Queremos comer. ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido para que tengamos esa sensación?
Lo que sucede es que el estómago ha empezado a sintetizar una hormona denominada ghrelina. Esta hormona viaja hasta el hipotálamo, donde activará un grupo de neuronas que sintetizan varias sustancias. Entre ellas, por ejemplo, el neuropéptido Y (NPY). En conjunto, éstas desencadenan la sensación de hambre. Nos indican y avisan de que debemos comer. Otra de las señales que intervienen en el aumento de la sensación de hambre es el nivel de glucosa en sangre, que en ese momento del día, también va a la baja.
¿Por qué al comer nos saciamos?
Por fin empezamos a comer. Poco a poco va apareciendo la sensación de saciedad gracias a sustancias liberadas en nuestro intestino como respuesta al contacto con los alimentos. Es el caso de la colecistocinina (CCK) o el péptido YY (PYY), entre otras. Su objetivo es inducir señales de saciedad en el hipotálamo para detenerla ingesta de alimentos que se está llevando a cabo.
Por su parte, conforme aumentan los niveles de glucosa plasmáticos, como consecuencia de la ingestión de alimentos, se secreta la insulina. La hormona también actúa sobre el hipotálamo para que éste favorezca la sensación de saciedad. Todo este sistema lo podemos imaginar como un exquisito engranaje de relojería que nos induce a tener apetito o a detener nuestra ingesta de alimentos.
La ingestión de alimentos no solo tiene un control a corto plazo, como se ha explicado anteriormente: también lo tiene a largo plazo. Aquí interviene otra hormona, la leptina. Esta se sintetiza en el tejido adiposo y tiene una acción anorexigénica, es decir, inhibe el apetito. De forma sencilla, cuando ganamos peso por incremento de tejido graso, aumenta la secreción de leptina, que llega al hipotálamo. Aquí, esta hormona disminuye la actividad de las neuronas que generan la sensación de hambre. Y al contrario: cuando perdemos peso, disminuyen los niveles de leptina y se activan las neuronas orexigéncias (o activadoras del apetito). ¿Por qué? Al fin y al cabo, se busca ingerir alimentos para aumentar las reservas de grasa.
Desde un punto de vista evolutivo y teniendo presente que hemos pasado miles de años con escasez de alimentos, es lógico pensar que la vía más eficiente sea la última que hemos descrito y no la primera. Por ello, generalmente, es mucho más difícil perder peso que ganarlo.
El placer también interfiere en la conducta alimentaria
El control del cuándo y cuánto comemos, por tanto, es el resultado de la compleja interacción de numerosos factores neuronales y hormonales, siendo el hambre una necesidad fisiológica que nos induce a comer porque nos falta energía.
No obstante, si la conducta alimentaria estuviera únicamente regulada por estos mecanismos, la mayoría de nosotros nos mantendríamos en un peso ideal. Comer sería, al fin y al cabo, una actividad similar a respirar o a ir al baño: una función necesaria pero simple y sin emoción.
Sin embargo, en la ingesta de alimentos existe otro protagonista crucial que es el control hedonista, es decir, el placer. Esto es lo que nos lleva a escoger qué comemos pero también a obviar las señales de saciedad del hipotálamo y hacer un hueco para el postre. Pensemos en las comidas y cenas navideñas. ¿No es cierto que, aunque nos sintamos muy llenos, siempre hay lugar para un trozo de turrón o un último polvorón?
Generalmente nos gustan más los alimentos dulces y salados y menos los alimentos amargos o ácidos. Esto tal vez se deba a que, tras miles de años de evolución, asociamos el sabor amargo con plantas que probablemente eran tóxicas.
Cuando tomamos una comida que nos gusta, como cuando realizamos cualquier actividad placentera, se activa en nuestro cerebro el sistema de recompensa, que forma parte del sistema dopaminérgico. Se ha observado en animales de experimentación que la ingesta de alimentos ricos en azúcar desencadena una potente liberación de dopamina, generando placer y deseo de consumir ciertos alimentos.
Los factores psicológicos desempeñan un importante papel
Sabemos que la comida puede ser un medio para intentar compensar nuestras emociones. Por eso, cuando nos sentimos solos, tristes, ansiosos o nerviosos, no es extraño que intentemos aliviar estas sensaciones comiendo. En tales situaciones, además, no solemos escoger unas hojas de lechuga. Es más probable que los productos elegidos sean más similares a chocolate, helados o patatas fritas.
Por si fuera poco, éstos activan con mayor intensidad nuestro centro de recompensa, induciéndonos a comer incluso cuando estamos satisfechos. La interacción entre los sistemas hedónico y homeostático es una de las razones por las que a veces nos cuesta tanto controlar cuándo, cuánto y qué comemos.
Hoy por hoy, aunque sus mecanismos se entienden cada vez mejor, aún no comprendemos la complejidad de la conducta alimentaria. Ahora bien, sí podemos proporcionar algunas pautas para tener una relación sana y satisfactoria con nuestra alimentación.
Entre ellas, ingerir alimentos de buena calidad, cocinados de forma simple y utilizando aceite de oliva virgen, que ayuda a aumentar las propiedades sensoriales de nuestra cocina. También tratar de acompañar nuestros platos con muchas verduras, legumbres y hortalizas. Además de sabor, nos proporcionan fibra, un nutriente clave para mantener nuestro “cerebro” saciado más tiempo.
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