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El gran negocio de las proteínas
El gran negocio alimentario de las proteínas
El exceso de consumo y producción de proteína animal, cara de generar y con un severo impacto medioambiental, abre las puertas a alternativas como plantas, insectos y una nueva acuicultura
En los próximos 50 años, el planeta necesitará producir más comida que en los últimos 10.000. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) calcula que la demanda de proteína animal se duplicará en 2050. Entonces habrá que alimentar a 9.000 millones de almas. Ese nutriente, esencial para soportar la vida, es un desafío de salud pública y un enigma empresarial. Crece el consumo de proteína animal en todo el planeta. Lo hace de forma irreflexiva y por encima de las necesidades biológicas y la sostenibilidad. Situada la carne roja o la leche de vaca como la nueva nicotina en la conciencia de muchas sociedades occidentales, el todopoderoso sector alimentario busca alternativas (insectos, plantas, acuicultura) para conectar con un tiempo preocupado por lo que come y por no desvalijar el medio ambiente. De ahí que reimaginar la industria de la proteína será el gran negocio alimentario de nuestro tiempo.
Ese consumo desaforado de proteínas se debe al crecimiento de los países en vías de desarrollo. Especialmente Brasil, India y China. A medida que una sociedad se enriquece consume más carne, sobre todo de vacuno y cerdo. Luego, al alcanzar un cierto nivel de renta, debería parar. “Existe una relación inversa entre el porcentaje de calorías totales derivadas de cereales y otros alimentos básicos y la renta per capita”, narra Mike Boland, científico principal del Riddet Institute de Nueva Zelanda. Podría decirse que el planeta ha enloquecido y se ha lanzado a comer más proteínas que nunca sin importarle maridar la ignorancia y lo absurdo. “Existe un miedo irracional que parece sostener que no estamos tomando suficientes proteínas en nuestra dieta, pese a que la ingesta recomendada diaria para una mujer adulta sana es de 46 gramos y de 56 en el caso de un hombre”, reflexiona Melissa Abbott, vicepresidente de estrategia culinaria de The Hartman Group.
Y es un consumo fácil. Está ahí, en cualquier alacena. Tres huevos o un plato de lentejas ya aportan 18 gramos; un tazón de sopa de pollo, unos 44. Las sociedades ricas o en desarrollo ignoran las consecuencias y se refugian en sus hábitos. “En general, los altos consumos de proteínas animales están relacionados con un mayor riesgo de enfermedades cardiovasculares, diabetes y mortalidad en comparación a la misma cantidad de proteínas procedentes de fuentes vegetales, que aportan una grasa saludable y micronutrientes”, advierte Walter Willett, profesor de nutrición en la Escuela de Salud Pública T. H. Chan de la Universidad de Harvard.
Pero en nuestra época, el desconocimiento se replica con facilidad en un negocio. El banco holandés Rabobank publica anualmente una cartografía de los principales mercados de las proteínas animales en el mundo. El titular es directo. “Esperamos que en 2018 la producción aumente en todas las regiones, con un ritmo de crecimiento superior a la media de los últimos diez años”, relata en el informe Justin Sherrad, estratega de proteína animal. “Este fuerte incremento se justifica por el tirón de Brasil, China y Estados Unidos”.
Con una gula infinita, los países desarrollados exigen más carne. ¿Qué sentido tiene que una nación rica como la estadounidense aumente este año un 2% su ingesta de vacuno por habitante? ¿Qué pensamiento justifica que en América del Norte crezca un 3% la producción de carne de res? Greenpeace lleva tiempo luchando porque en 2050 se reduzca un 50% el consumo y la elaboración de productos animales. Pero el planeta solo escucha sus propios himnos. “Este año se espera que la producción de vacuno crezca en el mundo por tercer ejercicio consecutivo mientras el cerdo atravesará otra etapa de crecimiento significativo”, prevén en Rabobank.
Vivimos una época donde lo nuevo no acaba de nacer y lo viejo no termina de morir. Quizá porque las proteínas animales aman las paradojas. Brasil es el mayor exportador de pollo del planeta pero nunca se ha detectado un caso de gripe aviar. Otras geografías viven una fiebre similar. La producción de carne de vacuno argentina alcanzará este año 2,9 millones de toneladas, un aumento del 4%. Más de 380.000 toneladas saldrán del país. En Europa, las exportaciones de pollo, cerdo y carne crecen frente a 2017. El mundo sigue hambriento de proteínas. “La producción de cerdo y pollo ya representa el 70% de toda la carne elaborada en el planeta”, calcula José Manuel Amor, socio de Analistas Financieros Internacionales (AFI).
¿Qué hacer? Recurrir a esa placa de Petri que es la memoria de la ciencia. “La industria ganadera es responsable del 14,5% de las emisiones de efecto invernadero del planeta. Resulta más contaminante que el sector del transporte”, revela Maria Lettini, directora de FAIRR, una organización londinense que promueve una producción sostenible. La ONG Grain defiende que las 20 principales empresas de carne y lácteos del mundo emiten más gases de efecto invernadero que Alemania.
Pero que lo nuevo tarde en llegar y que lo viejo se resista a morir no significa que no haya grietas por donde se filtre la luz. “Hay que cambiar hacia métodos agrícolas más sostenibles que disminuyan el coste medioambiental de producir carne alimentando, por ejemplo, a los animales con desechos y subproductos en vez de cereales y, a la vez, emplear sistemas de pastoreo que solo usen tierras que no sean aptas para producir alimentos”, aconseja Rob Bailey, director de Energía, Medioambiente y Recursos del centro británico Chatham House.
Pero resulta difícil para una explotación ganadera incorporar esos nuevos principios en la rutina del alba, durante esas horas en las que se alimenta a los animales. La presión sobre los precios en origen resulta cada vez más alta y se reduce el margen de las explotaciones. Sin embargo hay otras formas de pastoreo, otras vías de comer proteínas. El ganadero Dirk Madriles, 43 años, ingeniero agrónomo, lleva una década explotando una cabaña de 300 corderos ecológicos que se crían entre 30 hectáreas de cultivo de forraje y 100 de bosque. Sus tierras paran en Castellterçol (Barcelona); y él necesita poco. Trabaja solo y vende solo. La comercialización la fía al circuito de proximidad. “Soy independiente del precio de la lonja (que suele ser bajo), soy dueño de mi negocio; soy propietario de mi destino”, reivindica.
Sin embargo ese rumbo en España guía hacia la carne. El lineal es sincero. Esa categoría creció el año pasado —describe Ricardo Alcón, experto de Nielsen— un 3,9%. Sumó 14.000 millones de euros. Los consumidores buscan “placer” y “conveniencia”. Del lomo ibérico a los nuggets congelados. Ambos aumentaron más del 10%. “Es tal la importancia de los cárnicos, que fueron responsables de dos de cada diez euros que ganó el mercado de gran consumo en 2017”, señala el analista.
Tasas al consumo
Un “éxito” que Europa redacta entre paréntesis. Los parlamentos de Suecia y Alemania han discutido la necesidad de gravar su ingesta. De hecho, Dinamarca ha pasado del diálogo al castigo. Algunas organizaciones ya proponen una tasa de 2,70 dólares (2,20 euros) por kilo de carne para penalizar su impacto medioambiental.
En principio, las sociedades occidentales, a medida que se vuelven más prósperas, deberían consumir menos carne roja y más proteínas vegetales. Y ninguna tiene tanta aceptación como la soja. En 2025 su mercado valdrá 13.300 millones de euros. Hoy ronda los 7.700 millones. Es baja en grasas y colesterol. Aunque no escapa a su vínculo con la deforestación. Poco importa. El mundo ha introducido la alimentación en un tubo de ensayo, lo agita y cada semana presenta nuevas formulaciones. El último “éxito” reivindica al humilde guisante. Transformado en proteína, la consultora Future Market Insights le asegura unos ingresos de 84 millones de euros durante 2026.
Es la reivindicación de la esperanza verde. Las ventas mundiales de alternativas lácteas basadas en plantas ya superan —acorde con Euromonitor— los 17.000 millones de euros y replica una dinámica que se refleja en otros países del mundo. Cae el consumo de leche de vaca, suben sus reemplazos y brillan los universos vegetarianos y veganos. “Es el retorno a una dieta más natural con menos vegetales procesados”, observa Henk Hobbelink, coordinador de Grain. Pero también es una obsesión por las proteínas que John Swartzberg, profesor emérito de la Escuela de Salud Pública de la universidad de Berkeley (California), explica a través del correo electrónico con tres palabras en mayúsculas: “Marketing, marketing, marketing”.
Los gigantes de la alimentación han descubierto que esas proteínas resultan esenciales para la salud, la mercadotecnia y su cuenta de resultados. La estrategia es comprar empresas con extensas raíces en el mercado o con una avanzada tecnología en la producción de proteínas vegetales. Danone adquirió la firma WhiteWave y con ella se hizo con la leche de soja más vendida (Silk) de Estados Unidos. Otro grande, Unilever, está investigando, junto a la Universidad de Wageningen (Holanda), un filete vegetal con textura de carne usando replicación celular. Es ciencia pero no ficción. El mercado de los sustitutos cárnicos valdrá 4.900 millones de euros en 2022. Incluso una Arcadia de lo vacuno como McDonald’s ha lanzado una hamburguesa vegana en Suecia y Finlandia. Desde luego es una mesa que sienta a los países ricos.
Hamburguesa ‘imposible’
La firma californiana Impossible Foods ha deconstruido una hamburguesa y la ha reelaborado a base de plantas que semejan en sabor, valor nutricional y presencia al bocado original. La primera “fábrica vegetal” se abrió en septiembre de 2017 en Oakland (California) y este año servirán más de 454.000 kilos mensuales de su “hamburguesa imposible”. “Pero es solo el principio”, explica Nick Halla, director de Estrategia de la compañía. “Hay muchos precedentes en los que una nueva tecnología alcanza y sobrepasa a otra existen y, cuando esto sucede, el cambio ocurre mucho más rápido de lo que nadie imagina”.
Esta misma esperanza vegetal es la que persigue Beyond Meat. Aunque sea desde la derrota. “Históricamente la “hamburguesa vegetariana” ha decepcionado a los consumidores. Queríamos trabajar una perspectiva distinta: “¿Necesitas un animal para crear una pieza de carne?”, se pregunta Ethan Brown, consejero delegado de Beyond Meat. “Resultó que no y hemos estado trabajando todos los años para mejorar la forma en la que ensamblamos, en la arquitectura de nuestras hamburguesas, proteínas, grasas y minerales de fuentes que no sean animales”.
Ajenos a placas de Petri, matraces y laboratorios, los mares siguen batiendo contra las rocas, los ríos fluyendo entre torrenteras y sus proteínas continúan nadando. “El 70% del planeta es agua pero solo el 2% de la alimentación humana procede de este elemento. Se está perdiendo una oportunidad”, lamenta Robert Jones, director global de acuicultura de The Nature Conservancy, una ONG estadounidense.
Pero el azul del mar está esquilmado. La producción pesquera alcanzará 194 millones de toneladas en 2026. Quizá, entonces, la acuicultura sea un remanso. Porque ese año producirá el 58% de todo el pescado para consumo humano. Comeremos más peces en cautividad que salvajes y habrá que acostumbrarse a esa extraña sensación de vivir en océanos sin orillas. “La proteína animal es cara de producir y a medida que nos acercamos a los posibles límites ambientales, el pescado es una de las mejores opciones porque la eficiencia de los peces en transformar alimento en proteína de primera clase es mucho mayor que pollos, cerdos y, desde luego, vacas”, describe Manuel Barange, director de recursos y políticas pesqueras de Naciones Unidas (FAO). Y añade: “No podemos dejar la producción proteínica en manos de la industria ganadera, que tiene sus propios problemas que resolver”.
Pero también en la acuicultura circulan corrientes oscuras. Surgen brechas medioambientales y los pescados carnívoros, como el salmón, que es una de las especies básicas de la producción en cautividad, se alimentan con nutrientes originados en la mar.
Por esa gatera se cuela un nuevo debate que enlaza precios y proteínas. “Estamos dando de comer a los animales alimentos demasiado caros”, avisa Simon Billing, quien lidera la iniciativa The Protein Challenge 2040, que busca un equilibrio entre consumo de proteínas y sostenibilidad. “Más del 85% de la soja mundial se destina a los animales y no a los seres humanos. Necesitamos crear una dieta más diversificada para esas especies que tenga en cuenta el impacto medioambiental. Ya hay algunas soluciones prometedoras como los insectos, el aceite de algas marinas o las proteínas derivadas de bacterias que consumen metano”.
Esta última es la tierra donde arraiga el negocio de la empresa californiana Calysta. Transforma, gracias a la acción de microbios naturales, el metano del suelo en proteínas que terminan alimentando peces y ganado. Una tecnología que mira a la vanguardia y a un mercado, el de la alimentación animal, que genera 325.000 millones de euros en el planeta.
La variable ética
El sustrato de todo es la búsqueda de un equilibrio que se desvanece tan rápido como la niebla bajo un sol de agosto. Porque no solo sufre el paisaje, sino también los animales. El número —alerta Greenpeace— de pollos, cerdos y reses sacrificadas se ha triplicado entre 1961 y 2009. Ese año se mataron diez animales por cada habitante de la Tierra. Si este ratio continúa, unos 76.000 millones serán sacrificados para atender las necesidades de carne y productos lácteos. La variable ética del bienestar animal reside en la esencia de la ecuación de la proteína porque suma dinero. El consumidor occidental quiere productos que le garanticen que los animales han sido tratados con dignidad. El año pasado este comportamiento fue un discurso central en el debate de las elecciones federales alemanas.
Esa dimensión ética cuestiona el comportamiento de las megagranjas. Pese a que falta una definición precisa, la costumbre las señala cómo lugares donde se crían 1.000 reses ganaderas o 2.500 cerdos u 82.000 gallinas ponedoras. Los predios de un jugador poderoso: la ONU calcula que son responsables de la producción del 72% del pollo, el 42% de los huevos y el 55% del cerdo del mundo. El desafío es superar su imagen. “Los consumidores están cada vez más interesados en conocer qué ocurre en la granja, quién produce los alimentos y serán necesarios sistemas de test, certificación y trazabilidad”, prevé Marie-Laure Schaufelberger, especialista de la gestora Pictet AM.
Una gramática del cambio que pertenece a los millennials. Llegan dispuestos a escribir sus propias frases. “Quieren saber de dónde proceden las proteínas, de qué manera han sido tratadas y, si provienen de animales, cómo fueron criados”, indica Jason Dorsey, fundador de la consultora The Center for Generational Kinetics. Si la industria es capaz de contestarles, el planeta estará más cerca de comprender que urge encontrar un balance entre consumo de proteínas, producción y negocio o su futuro amanecerá tan perdido como un girasol ciego. MIGUEL ÁNGEL GARCÍA VEGA 24-03-2018
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