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¿Los probióticos nos ayudan cuando tomamos antibióticos?
Probióticos, yogures, alimentos fermentados… ¿nos pueden ayudar cuando tomamos antibióticos?
Publicado en The Conversation el 10 junio 2024
Autoría. Laura Botello Morte, Personal Docente e Investigador de la Facultad de Ciencias de la Salud, Universidad San Jorge
Probablemente, el farmacéutico le haya ofrecido alguna vez probióticos para evitar los efectos indeseados de los antibióticos. O quizás le hayan recomendado que, en vez de tanto producto de farmacia, se tome varios yogures al día –o kéfir– para no sentirse indispuesto si le han recetado la medicación. ¿Qué hay de cierto en todo esto?
Los antibióticos que usamos para combatir las infecciones causadas por bacterias patógenas son un arma de doble filo, ya que pueden acabar también con bacterias beneficiosas de la llamada microbiota intestinal, causándonos, sobre todo, diarrea.
Adicionalmente, estos fármacos pueden eliminar bacterias “buenas” y producir un desequilibrio en la microbiota. En este caso, los hongos del género Candida pueden hacerse con el control de la zona genital, por ejemplo, y causar la incómoda candidiasis vulvovaginal, que se manifiesta con picores e irritación.
¿Qué son los probióticos?
La Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) han definido conjuntamente los probióticos como “microorganismos vivos que, cuando se administran en cantidades adecuadas, confieren un beneficio para la salud del huésped”.
Se encuentran disponibles en preparaciones farmacéuticas, en suplementos alimenticios o, de manera natural, en determinados alimentos, ya estén fermentados o no. Incluso pueden añadirse a posteriori en dichos alimentos.
Las bacterias del género Lactobacillus o Bifidobacterium son las más usadas, pero no las únicas, y las dosis a las que son eficaces dependen de cada probiótico en concreto. Esto debe establecerse mediante estudios clínicos en humanos.
Los tres mandamientos que deben cumplir
La propia definición propuesta por la OMS y la FAO implica tres factores importantes: los microorganismos tienen que estar vivos en el momento de su consumo, no causar daños y proporcionar un efecto beneficioso demostrado en la salud humana.
El primer punto es controvertido, pues las bacterias pueden estar vivas al tomarlas, pero no está claro que sobrevivan al pH ácido del estómago o a las enzimas del intestino. En segundo lugar, y aunque en principio son seguras, ingerir bacterias vivas puede suponer un riesgo para la salud de individuos susceptibles, con enfermedades graves o inmunodeprimidos.
Con respecto al tercer punto, hay una gran cantidad de escenarios clínicos en los que los probióticos se han manifestado eficaces, siempre dependiendo de la dosis y de la situación. En el caso que nos ocupa, han mostrado un efecto protector moderado en niños, adultos y ancianos para evitar la diarrea asociada a antibióticos.
Eficacia… con matices
Pero, sorprendentemente, el efecto de los probióticos no es algo generalizado. Parece haber personas “resistentes” que eliminan estos microorganismos tras la ingesta sin recibir beneficio o perjuicio alguno. En cambio, las llamadas personas “persistentes” sí notan sus efectos, evitando la pérdida de la biodiversidad causada por los antibióticos.
Y esto es objeto de debate: los probióticos pueden cambiar la microbiota de forma que ya no sea la misma que antes de comenzar el tratamiento con antibióticos. Incluso, pueden hacer que tardemos más en recuperar nuestra microbiota original.
Además, el uso de probióticos vía vaginal en infecciones genitales por Candida no parece ayudar. En este caso, solo es efectivo un buen tratamiento antifúngico.
Yogures: una fuente de bacterias vivas
En cuanto al uso de yogures y otros productos fermentados, es importante saber que en España sólo se puede llamar “yogur” a un producto de leche coagulada obtenido por fermentación láctica mediante la acción de Lactobacillus delbrueckii subsp. bulgaricus y Streptococcus thermophilus, como establece un Real Decreto. Por añadidura, cada gramo o mililitro debe contener una cantidad mínima de diez millones de bacterias vivas.
De esto se deduce que los llamados “yogures pasteurizados después de la fermentación” están contemplados en la legislación con ese pequeño matiz, ya que las bacterias que contienen están muertas por el efecto térmico de la pasteurización.
Si echamos cuentas, un yogur “auténtico” de 125 gramos incluye 1 250 millones de bacterias vivas, lo que da idea de la cantidad de microorganismos “buenos” que ingerimos si tomamos varios al día. Sus bacterias parecen tener múltiples efectos beneficiosos, aunque muchas veces, al igual que sucede con los probióticos, es cuestión de dosis.
Por último, cabe remarcar que la aplicación directa del yogur en la zona genital tiene poca o ninguna utilidad contra la candidiasis vulvovaginal.
L. casei y bifidobacterias: ¿es verdad lo que dicen los anuncios?
Algunos productos lácteos fermentados contienen otras bacterias que podrían ayudar, aunque con ciertos matices. Es el caso de los productos que incorporan la especie bacteriana Lacticaseibacillus casei, publicitados como favorables para nuestro sistema inmune.
Si bien algún estudio afirma que reducen la incidencia de diarrea asociada a antibióticos, la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) lo rebatió en un informe. En realidad, el responsable de este beneficio no es L. casei, sino la vitamina B6 que también incorpora ese tipo de producto lácteo en su composición. La B6 se encuentra de manera natural y en gran abundancia en los plátanos, por ejemplo.
Algo similar sucede con los lácteos enriquecidos con bifidobacterias que, según los anuncios, mejoran nuestra salud digestiva y nos hacen sentir bien. Sí parece que tomar yogur con determinadas cepas de este género bacteriano reduce los problemas asociados a la toma de antibióticos, pero depende de cada cepa concreta de Bifidobacterium con la que se suplemente el lácteo.
Y para finalizar, ¿qué ocurre con los alimentos fermentados como la kombucha, el kimchi, el chucrut o el kéfir? Pues principalmente que no tienen una composición de microorganismos exacta y definida, a diferencia del yogur o los probióticos comerciales. En tal caso, sus efectos estarán condicionados por la composición de cada producto y no se puede dar nada por sentado.
Cómo se elabora el yogur griego tradicional
El proceso para elaborar yogur griego se parece mucho al del yogur natural, pero hay algunas diferencias con las que se consiguen una textura y un perfil nutricional diferentes
Por EROSKI Consumer 17 de junio de 2024
El «yogur griego» o «de estilo griego» es más denso y cremoso que el convencional. Esta textura tan característica se consigue gracias a su proceso de elaboración. Pero ¿en qué consiste exactamente? ¿Cómo se logra esa cremosidad tan reconocible? En las siguientes líneas respondemos a estas dudas y te explicamos cuáles son las diferencias nutricionales entre el yogur griego y el yogur natural.
¿Cómo se hace el yogur griego?
El proceso tiene muchos puntos en común con la elaboración del yogur convencional:
- Una vez que se obtiene la leche, se pasteuriza para asegurar su inocuidad y luego se añaden fermentos lácticos. Es decir, se trata de bacterias que fermentan la lactosa, que es el azúcar presente en la leche de forma natural.
- A partir de ese proceso producen ácido láctico, lo que provoca un aumento de la acidez o, mejor dicho, un descenso del pH. Eso hace que las proteínas se unan entre sí, es decir, que la leche coagule. De este modo obtendríamos un yogur convencional.
- Si después retiramos el suero, algo que se puede hacer centrifugando el yogur o filtrándolo a través de membranas, obtendríamos un yogur concentrado, que es precisamente a lo que llamamos yogur griego “auténtico”.
- Retirando el suero se elimina básicamente agua, aunque también parte de la lactosa, junto con algunos minerales y proteínas solubles. Lo que quedaría entonces es un yogur concentrado, es decir, con más proporción de proteínas y grasa que uno convencional.
Qué diferencias hay entre yogur griego y yogur natural
Si hablamos de las características organolépticas, la diferencia se aprecia con facilidad, porque el yogur griego tiene más cuerpo y es más denso y cremoso. Pero desde el punto de vista nutricional también hay diferencias.
El yogur griego que se suele vender en nuestro entorno contiene más grasa (en torno al 7-10 % frente al 3-4 % del convencional) y, por consiguiente, también tiene un mayor aporte de calorías (alrededor de 100-120 kcal frente a 60-70 kcal/100 g). Es importante tenerlo en cuenta porque puede representar un aporte significativo en la dieta si lo consumimos con frecuencia.
Por otra parte, el yogur griego elaborado según la receta tradicional contiene más proteínas que el convencional (en torno a 9-10 % frente al 3-4 %). Esto puede resultar interesante para personas que necesiten un aporte extra de proteínas en su dieta, dado que tienen un elevado valor nutricional, al provenir de ingredientes lácteos. Para la población general también puede resultar interesante por la calidad de esa proteína.
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